lunes, 19 de noviembre de 2018

El viaje del percebe






La leyenda cuenta que Hércules mató al gigante Gerión y enterró su cabeza frente al mar en A Coruña, en un promontorio sobre el que mandó construir la torre que lleva su nombre. Pero más allá del mito y de la calavera que adorna el escudo de la ciudad, lo que reposa bajo los cimientos del faro en activo más antiguo del planeta es el tesoro marino más apreciado en esta región atlántica. “Aquí crece el mejor percebe del mundo”, dice orgulloso Domingo Méndez Barreira, de oficio percebeiro, uno de esos hombres que arriesgan la vida en busca del marisco esculpiendo la roca. Domingo, de 44 años, se baja la cremallera del traje de neopreno hasta la cintura y deja al descubierto un gran tatuaje en la zona lumbar, en letras góticas de caja alta, que dice “Cornucopiae”. Es el apellido culto de una variedad de percebe, en latín Pollicipes cornucopiae, o pulgar del pie de la abundancia, literalmente.

Durante siglos confundido con un molusco, el percebe es un crustáceo de piel membranosa negra con base anaranjada y rematado en una uña dura como el sílex, conformada por placas calizas con pinta de muñón que le dan el aspecto de un bicho extraterrestre. Pese a su extraña forma —o también por eso—, es el marisco más buscado en la costa, el más cotizado en la lonja y la plaza, el más apreciado en la mesa. Aunque aparentemente tenga todas las de perder: “Es caro, te mojas las manos para comerlo y estéticamente es feo. Pero tiene un sabor único. Es como entrar en el mar con la boca abierta”, dice Iván Domínguez, cocinero de la llamada gastronomía atlántica, que explota las bondades de la geografía coruñesa, una península en la que se captura, vende, cocina y come el percebe que crece en los mismos pies de la ciudad. Su ruta es corta e intensa: en 24 horas viaja de la roca al plato en un radio de dos kilómetros. Y sin salir del casco urbano.

El percebeiro Domingo Méndez entre las rocas.


Con 13 años, Domingo se escapaba de su colegio, a 200 metros de la playa de las Amorosas, para pescar pulpos con los amigos del barrio de Monte Alto, corazón pescador de A Coruña, “de donde salen el 90% de los percebeiros”. Cuando vio que el mayor de la pandilla ganaba un buen dinero vendiendo esos bichos que arrancaba de la roca, se animó a imitarlo: sacó 7.000 pesetas (hoy unos 42 euros) en su primera marea. Tres décadas después, aquel chaval es uno de los únicos seis percebeiros con licencia que continúan mariscando a pie en la ciudad. Hay otros 36 que acceden a las piedras e islas por barco. Y muchos más sin permiso. Furtivos. En aquellos años ochenta de la infancia de Domingo no estaba regulado todavía el marisqueo del percebe, y el mar estaba tan lleno que “salían las nécoras y los pulpos para fuera. Ser percebeiro era casi marginal, y es curioso, porque ganabas mucho dinero”. Hasta el año 2000 no se creó una agrupación dependiente de la cofradía de pescadores. “Parece que no interesaba, teniendo el cajero automático ahí al lado”, dice con sorna. Desde entonces son autónomos y se ciñen a un plan de explotación, con 12 días al mes abiertos a la labor —si el tiempo lo permite— en diferentes zonas de la ciudad y la costa colindante, dos horas antes de la primera marea baja diurna.

Un jueves de verano, poco antes de la bajamar, el percebeiro va nadando con aletas y gafas de buceo hacia la Illa do Pé, uno de los islotes que rodean las rocas de la Torre de Hércules, testigos del embarrancamiento, incendio y vertido del petrolero Aegean Sea en 1992. Este lugar es un nombre mítico entre los pescadores, como la Illa do Boi, Vaca, Becerro o Galera, auténticos paraísos del marisco, pues solo se abren tres meses al año, sufren menos el furtivismo y por ende rebosan de género. En los farallones se ve a un grupo de percebeiros afanándose por recoger todo lo posible entre los recovecos y la espuma de las olas, sin pasarse del tope permitido de siete kilos por jornada. A simple vista trabajan juntos, pero van por libre: “Podemos llevarnos bien o mal, pero en la roca somos hermanos. Si ves a un compañero en apuros, ayudas”, cuenta Domingo, de cuerpo menudo y fibroso, aún mojado y con la bolsa de costado llena de percebe, en las rocas que se unen con el cemento del estacionamiento del Aquarium Finisterrae.

Varios compradores observan el género en la lonja de la ciudad gallega a las seis de la mañana


La mística que rodea al oficio va unida al peligro y la vocación. “Uno no se levanta un día y dice: ‘Quiero ser percebeiro’. Tienes que vivir en un barrio como Monte Alto y tener enfrente el mar”, dice. Para ser bueno hay que tener un sexto sentido, como un futbolista o un maestro de artes marciales. “Entrenando puedes jugar en Primera, pero para ser Maradona o Messi tienes que nacer. Pero ojo. Aquí puedes poner a un deportista de élite y a lo mejor se lo lleva la primera ola”. Domingo presume de conocer cada agujero de cada roca de la costa coruñesa. “Es como coger setas, pero más fácil de encontrar, porque el percebe siempre está donde rompe la ola”. Hoy trabajan mucho más preparados que antes, con traje y guantes, sin hipotermias ni heridas. Domingo cuenta que hace años no podía meter las manos en los bolsillos a causa del dolor. Ahora va pertrechado para manejar la ferrada, solo uno de los muchos nombres de la palanca de acero que le permite arrancar los percebes sin dañarlos, mientras habla a gritos y salta con agilidad de roca en roca. “El percebe no tiene ni un enemigo en el mar, porque es tan duro que no pueden con él”. Ha terminado la jornada. Por la tarde lo lleva a su subastador de la lonja y ya sabe lo que sacará de la marea. Ha sido “de las buenas”: alrededor de 400 euros.

De un segundo a otro empieza a subir un rumor por las paredes húmedas de la lonja de A Coruña: “120, 119, 118…”. Varias voces superpuestas, con diferentes timbres y cadencias, cantan la cotización en euros del percebe. Los subastadores, cada uno con sus cajas rebosantes, marcan el precio inicial y lo gritan frente a los compradores: mayoristas, exportadores, placeras (vendedoras de marisco y pescado en el mercado) y algún restaurador. Todos cruzan miradas y desafían en silencio. Algunos de esos clientes rebuscan en las cajas, tocan, huelen el género y cuando empieza a bajar —“83, 82, 81...”— un avezado frena una caja con los mejores ejemplares y la reserva. La lonja es un edificio gigantesco, apaisado y diáfano, ubicado entre el muelle pesquero y el aparcamiento de camiones: el lugar y tiempo justo para vender la mercancía. La sala 8, donde se subasta el percebe, tiene un punto de decorado cinematográfico. Al fondo, en un portalón abierto al mar, un barco descarga kilos y kilos de nécoras y camarones; por el medio, estibadores arrastran con garfios las cajas de marisco reluciente, un pescador pasea con las manos atrás como un jubilado de obra, ajeno a la subasta, que es un duelo tenso y amigable a la vez: “La lonja es un mundo cabrón. Tienes que ser más avispada que el resto”, dice Fátima de Arévalo, subastadora, que lleva 32 años al frente de la empresa Casa Cortés, en funcionamiento desde hace más de un siglo. “El que más y el que menos está a ver qué puede arañar”.




Las empresas familiares se suceden a un lado y a otro de la lonja. También entre exportadores como Santos Arranz, cuya compañía homónima lleva cinco décadas en el negocio. En este tiempo han cambiado las formas de trabajar —hay teléfonos móviles e Internet—, pero sigue mandando el capitalismo ajustado milimétricamente a la oferta y la demanda: “Como no se sabe nunca lo que hay cada día, venimos a las seis de la mañana, vemos, informamos a los mercados centrales de las principales ciudades, ellos nos informan de lo que tienen allí y una vez que empieza la subasta de aquí volvemos a comunicarnos para pasar orientación del precio. Allí ya ha empezado la venta y a los 10 minutos se hace el pedido, todo en tiempo real”. ¿Y antes de los móviles? “A intuición. Pero estando aquí ya sabemos que está el mejor género”, opina. Y no es el único.

“El percebe de la Torre para mí es el mejor del mundo y aquí se vende muy bien”. Hoy es un buen ejemplo. Varios compradores esperan su oportunidad apostados entre cajas. Lo experiencia lo es todo. Los miman, los cogen, los pesan, los huelen. Uno pone la mano como una concha en la oreja para escuchar la cotización. Han pasado 15 minutos y la cotización ya baja de 10 en 10 céntimos: “37,20 euros, 37,10, 37…”. Queda aún la mitad de la mercancía. Fátima sigue cantando con su soniquete reconocible. Talonario, bolígrafo, riñonera y bolsa de cuero cruzada. Pasada media hora desde el inicio, está todo vendido. O casi. Le queda una caja, curiosamente con el percebe más gordo y grande. Tiene una razón: a diferencia del resto del lote, su cotización se ha frenado en 45 euros por deseo expreso del percebeiro que lo cogió. “No quiere ponerlo a menos. Y es un riesgo, porque así quizá no lo vendamos. Ahí está él”, dice señalando con el pulgar por encima del hombro. A Avelino Mosteiro, de piel curtida, no se le mueve ni una ceja, apoyado como está con el codo sobre una rodilla en alto. “Lo aguanto a ese precio porque lo vale”. Finalmente llega un comprador para Avelino y la subastadora. Sonrisa de oreja a oreja de ambos y a pensar en mañana. Ya no se oye el murmullo porque no queda nadie. Tampoco hay más género que un par de descartes sobre el suelo. Son las 6.45 y el percebe vuelve a viajar: de la lonja al mercado de abastos.

A 200 metros del puerto huele a mar y también a café. Varias señoras —algún joven también— llenan baldes de agua y extienden el hielo a paladas sobre los mostradores. Están preparando el escenario cotidiano del mercado más céntrico de A Coruña, el de la plaza de Lugo, con su pescado y su marisco luciendo frescura de anuncio. Es el momento en el que las nécoras babean, los pescados miran con la boca abierta y aún no hay runrún de compradores. A esa hora apenas amanece, pero las placeras llevan casi media jornada laboral. Así lo cuenta Dolores Tenreiro, una de las más veteranas: “Vamos todos los días a la lonja. Lo que se paga allí tiene garantizada la calidad. Entre pescado y marisco, hoy compré 33 kilos y espero venderlo todo”, narra. Los precios suben en un porcentaje fluctuante respecto a la subasta, la ganancia de la placera. Hoy los percebes grandes que vende Tenreiro van a 65 euros. Los siguientes, a 45. A lo largo de la mañana atenderá a clientes particulares, algunos restauradores y también hará los pedidos “de fuera”. El viaje del percebe no siempre acaba en Galicia, aunque ya haya tocado mercado. Lo sabe también Belén Noriega, de Mariscos Longueira, otro ejemplo de empresa familiar: “Mi abuela empezó hace 60 años en este mismo puesto”. Noriega atiende a clientes de toda España y les garantiza la entrega en 24 horas. “Y ni fotos piden del producto”, dice. “Porque percebe hay en otros lados, pero no es como el nuestro. Es el mar: más batido, más frío, con más fitoplancton. El mejor percebe es el de uña roja, culo rojo, con piedra en la base y sin cortar. Hay que olerlo y tener la pituitaria muy afinada”. Hoy el suyo más caro va a 80 euros. “Pero este, en un mercado de Madrid, no bajaría

“Auga a ferver, percebes botar. Auga a ferver, percebes quitar”.

La receta tradicional del percebe es un poema. Se hierve agua con sal —o agua de mar, aún mejor— y se echan los percebes. Apenas vuelve a romper el hervor, se quitan. Dos minutos como máximo. “Yo incluso los saco un pelín antes. Cuando el percebe es grande, a lo mejor espero unos segundos más, pero si no, al primer plop retiro para que quede al dente”, relata el cocinero coruñés David Abuín frente a un gran plato de percebes de uña rojo carmín. “Mucha gente echa laurel para darle más sabor, pero para mí es innecesario”, añade. David es dueño del restaurante familiar Abuín, que lleva 30 años ofreciendo exclusivamente el producto fresco que compra cada día en el mercado vecino de la plaza de Lugo. No dispone de carta: “Hoy tengo nécoras, ostras, besugo, sargo, merluza y percebes”, recita. El comensal elige y pide precio. En el caso de los percebes, se venden al kilo o fracción y difícilmente baja de 60 euros. “Hoy tengo uno de 120. Pero es que es bueno, bueno”. Abuín defiende la dieta atlántica —“pescado, marisco y huerta, todo fresco y de aquí”—, que en los últimos años ha ganado nombre en las cocinas, incluso como etiqueta gastronómica.

De hecho, Iván Domínguez habla de “militancia atlántica”, como se lee en su camiseta. Domínguez prepara su primer proyecto personal tras su paso por el recientemente cerrado restaurante coruñés Alborada, que contaba con una estrella Michelin. Repetirá la fórmula de los grandes restaurantes locales: abrir cerca del mar que rodea A Coruña, “el kilómetro cero del Atlántico”, proximidad total para defender esa idea de gastronomía gallega. “Aquí nos nutrimos del Atlántico, pero le faltaba un ­nombre, un sello, algo que uniera”, opina. El común denominador es conocido: “Ir al mar y cocinar a 100 metros de donde se recoge, o lo mismo en el interior de Galicia con los productos de la tierra. La frescura, la honestidad del producto, el mar trasladado a los platos”, añade.

Domínguez se atrevió a alterar la receta tradicional del percebe y creó un plato al que dedicó infinidad de pruebas. Fue por encargo y lo llamó percebe a la sal. Quería salir de lo clásico, pero temía que se quedara blando, así que lo pensó como una lubina a la sal con alteraciones: en un recipiente como una olla de hierro, se cubre el fondo con algas —de la tipología lechuga de mar—, sobre las que se colocan unas piñas de percebes acompañados de codium, un alga fina de intenso sabor. Encima se le pone otra capa de lechuga de mar. Pero a eso le faltaba “crearle un ecosistema, darle sensación del batiente en la roca”. Así que se le ocurrió hacer un merengue salado y añadirle licuado de codium. A diferencia del corto tiempo de hervor tradicional, Domínguez lo lleva al horno durante 20 minutos a alta temperatura, pero “es como si fuese a 80 grados” al estar protegido por esa especie de suflé marino. Al sacarlo, se retira la costra, que no se come, y allí se descubre, primero con la nariz y luego en boca, algo inolvidable. “Está cocido en su propia agua interna, concentrando el sabor, con una textura algo más blanda pero sin pasarse”, dice Domínguez, que cambia el método pero no la esencia del viaje del percebe. “No podríamos entender Galicia sin ese sabor”. 



Fuente: Jorge Represa - elpais.com

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