La leyenda
cuenta que Hércules mató al gigante Gerión y enterró su cabeza frente al mar en
A Coruña, en un promontorio sobre el que mandó construir la torre que lleva su
nombre. Pero más allá del mito y de la calavera que adorna el escudo de la
ciudad, lo que reposa bajo los cimientos del faro en activo más antiguo del
planeta es el tesoro marino más apreciado en esta región atlántica. “Aquí crece
el mejor percebe del mundo”, dice orgulloso Domingo Méndez Barreira, de oficio
percebeiro, uno de esos hombres que arriesgan la vida en busca del marisco
esculpiendo la roca. Domingo, de 44 años, se baja la cremallera del traje de
neopreno hasta la cintura y deja al descubierto un gran tatuaje en la zona
lumbar, en letras góticas de caja alta, que dice “Cornucopiae”. Es el apellido
culto de una variedad de percebe, en latín Pollicipes cornucopiae, o pulgar del
pie de la abundancia, literalmente.
Durante
siglos confundido con un molusco, el percebe es un crustáceo de piel membranosa
negra con base anaranjada y rematado en una uña dura como el sílex, conformada
por placas calizas con pinta de muñón que le dan el aspecto de un bicho
extraterrestre. Pese a su extraña forma —o también por eso—, es el marisco más
buscado en la costa, el más cotizado en la lonja y la plaza, el más apreciado
en la mesa. Aunque aparentemente tenga todas las de perder: “Es caro, te mojas
las manos para comerlo y estéticamente es feo. Pero tiene un sabor único. Es
como entrar en el mar con la boca abierta”, dice Iván Domínguez, cocinero de la
llamada gastronomía atlántica, que explota las bondades de la geografía
coruñesa, una península en la que se captura, vende, cocina y come el percebe
que crece en los mismos pies de la ciudad. Su ruta es corta e intensa: en 24
horas viaja de la roca al plato en un radio de dos kilómetros. Y sin salir del
casco urbano.
El
percebeiro Domingo Méndez entre las rocas.
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Con 13 años,
Domingo se escapaba de su colegio, a 200 metros de la playa de las Amorosas,
para pescar pulpos con los amigos del barrio de Monte Alto, corazón pescador de
A Coruña, “de donde salen el 90% de los percebeiros”. Cuando vio que el mayor
de la pandilla ganaba un buen dinero vendiendo esos bichos que arrancaba de la
roca, se animó a imitarlo: sacó 7.000 pesetas (hoy unos 42 euros) en su primera
marea. Tres décadas después, aquel chaval es uno de los únicos seis percebeiros
con licencia que continúan mariscando a pie en la ciudad. Hay otros 36 que acceden
a las piedras e islas por barco. Y muchos más sin permiso. Furtivos. En
aquellos años ochenta de la infancia de Domingo no estaba regulado todavía el
marisqueo del percebe, y el mar estaba tan lleno que “salían las nécoras y los
pulpos para fuera. Ser percebeiro era casi marginal, y es curioso, porque
ganabas mucho dinero”. Hasta el año 2000 no se creó una agrupación dependiente
de la cofradía de pescadores. “Parece que no interesaba, teniendo el cajero
automático ahí al lado”, dice con sorna. Desde entonces son autónomos y se
ciñen a un plan de explotación, con 12 días al mes abiertos a la labor —si el
tiempo lo permite— en diferentes zonas de la ciudad y la costa colindante, dos
horas antes de la primera marea baja diurna.
Un jueves de
verano, poco antes de la bajamar, el percebeiro va nadando con aletas y gafas
de buceo hacia la Illa do Pé, uno de los islotes que rodean las rocas de la
Torre de Hércules, testigos del embarrancamiento, incendio y vertido del
petrolero Aegean Sea en 1992. Este lugar es un nombre mítico entre los
pescadores, como la Illa do Boi, Vaca, Becerro o Galera, auténticos paraísos
del marisco, pues solo se abren tres meses al año, sufren menos el furtivismo y
por ende rebosan de género. En los farallones se ve a un grupo de percebeiros
afanándose por recoger todo lo posible entre los recovecos y la espuma de las
olas, sin pasarse del tope permitido de siete kilos por jornada. A simple vista
trabajan juntos, pero van por libre: “Podemos llevarnos bien o mal, pero en la
roca somos hermanos. Si ves a un compañero en apuros, ayudas”, cuenta Domingo,
de cuerpo menudo y fibroso, aún mojado y con la bolsa de costado llena de
percebe, en las rocas que se unen con el cemento del estacionamiento del
Aquarium Finisterrae.
Varios
compradores observan el género en la lonja de la ciudad gallega a las seis de
la mañana
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La mística
que rodea al oficio va unida al peligro y la vocación. “Uno no se levanta un
día y dice: ‘Quiero ser percebeiro’. Tienes que vivir en un barrio como Monte
Alto y tener enfrente el mar”, dice. Para ser bueno hay que tener un sexto
sentido, como un futbolista o un maestro de artes marciales. “Entrenando puedes
jugar en Primera, pero para ser Maradona o Messi tienes que nacer. Pero ojo.
Aquí puedes poner a un deportista de élite y a lo mejor se lo lleva la primera
ola”. Domingo presume de conocer cada agujero de cada roca de la costa
coruñesa. “Es como coger setas, pero más fácil de encontrar, porque el percebe
siempre está donde rompe la ola”. Hoy trabajan mucho más preparados que antes,
con traje y guantes, sin hipotermias ni heridas. Domingo cuenta que hace años
no podía meter las manos en los bolsillos a causa del dolor. Ahora va
pertrechado para manejar la ferrada, solo uno de los muchos nombres de la
palanca de acero que le permite arrancar los percebes sin dañarlos, mientras
habla a gritos y salta con agilidad de roca en roca. “El percebe no tiene ni un
enemigo en el mar, porque es tan duro que no pueden con él”. Ha terminado la
jornada. Por la tarde lo lleva a su subastador de la lonja y ya sabe lo que
sacará de la marea. Ha sido “de las buenas”: alrededor de 400 euros.
De un
segundo a otro empieza a subir un rumor por las paredes húmedas de la lonja de
A Coruña: “120, 119, 118…”. Varias voces superpuestas, con diferentes timbres y
cadencias, cantan la cotización en euros del percebe. Los subastadores, cada
uno con sus cajas rebosantes, marcan el precio inicial y lo gritan frente a los
compradores: mayoristas, exportadores, placeras (vendedoras de marisco y
pescado en el mercado) y algún restaurador. Todos cruzan miradas y desafían en
silencio. Algunos de esos clientes rebuscan en las cajas, tocan, huelen el
género y cuando empieza a bajar —“83, 82, 81...”— un avezado frena una caja con
los mejores ejemplares y la reserva. La lonja es un edificio gigantesco,
apaisado y diáfano, ubicado entre el muelle pesquero y el aparcamiento de
camiones: el lugar y tiempo justo para vender la mercancía. La sala 8, donde se
subasta el percebe, tiene un punto de decorado cinematográfico. Al fondo, en un
portalón abierto al mar, un barco descarga kilos y kilos de nécoras y camarones;
por el medio, estibadores arrastran con garfios las cajas de marisco
reluciente, un pescador pasea con las manos atrás como un jubilado de obra,
ajeno a la subasta, que es un duelo tenso y amigable a la vez: “La lonja es un
mundo cabrón. Tienes que ser más avispada que el resto”, dice Fátima de
Arévalo, subastadora, que lleva 32 años al frente de la empresa Casa Cortés, en
funcionamiento desde hace más de un siglo. “El que más y el que menos está a
ver qué puede arañar”.
Las empresas
familiares se suceden a un lado y a otro de la lonja. También entre
exportadores como Santos Arranz, cuya compañía homónima lleva cinco décadas en
el negocio. En este tiempo han cambiado las formas de trabajar —hay teléfonos
móviles e Internet—, pero sigue mandando el capitalismo ajustado
milimétricamente a la oferta y la demanda: “Como no se sabe nunca lo que hay
cada día, venimos a las seis de la mañana, vemos, informamos a los mercados
centrales de las principales ciudades, ellos nos informan de lo que tienen allí
y una vez que empieza la subasta de aquí volvemos a comunicarnos para pasar
orientación del precio. Allí ya ha empezado la venta y a los 10 minutos se hace
el pedido, todo en tiempo real”. ¿Y antes de los móviles? “A intuición. Pero
estando aquí ya sabemos que está el mejor género”, opina. Y no es el único.
“El percebe
de la Torre para mí es el mejor del mundo y aquí se vende muy bien”. Hoy es un
buen ejemplo. Varios compradores esperan su oportunidad apostados entre cajas.
Lo experiencia lo es todo. Los miman, los cogen, los pesan, los huelen. Uno
pone la mano como una concha en la oreja para escuchar la cotización. Han
pasado 15 minutos y la cotización ya baja de 10 en 10 céntimos: “37,20 euros,
37,10, 37…”. Queda aún la mitad de la mercancía. Fátima sigue cantando con su
soniquete reconocible. Talonario, bolígrafo, riñonera y bolsa de cuero cruzada.
Pasada media hora desde el inicio, está todo vendido. O casi. Le queda una
caja, curiosamente con el percebe más gordo y grande. Tiene una razón: a
diferencia del resto del lote, su cotización se ha frenado en 45 euros por
deseo expreso del percebeiro que lo cogió. “No quiere ponerlo a menos. Y es un
riesgo, porque así quizá no lo vendamos. Ahí está él”, dice señalando con el
pulgar por encima del hombro. A Avelino Mosteiro, de piel curtida, no se le
mueve ni una ceja, apoyado como está con el codo sobre una rodilla en alto. “Lo
aguanto a ese precio porque lo vale”. Finalmente llega un comprador para
Avelino y la subastadora. Sonrisa de oreja a oreja de ambos y a pensar en
mañana. Ya no se oye el murmullo porque no queda nadie. Tampoco hay más género
que un par de descartes sobre el suelo. Son las 6.45 y el percebe vuelve a
viajar: de la lonja al mercado de abastos.
A 200 metros
del puerto huele a mar y también a café. Varias señoras —algún joven también—
llenan baldes de agua y extienden el hielo a paladas sobre los mostradores.
Están preparando el escenario cotidiano del mercado más céntrico de A Coruña,
el de la plaza de Lugo, con su pescado y su marisco luciendo frescura de
anuncio. Es el momento en el que las nécoras babean, los pescados miran con la
boca abierta y aún no hay runrún de compradores. A esa hora apenas amanece,
pero las placeras llevan casi media jornada laboral. Así lo cuenta Dolores
Tenreiro, una de las más veteranas: “Vamos todos los días a la lonja. Lo que se
paga allí tiene garantizada la calidad. Entre pescado y marisco, hoy compré 33
kilos y espero venderlo todo”, narra. Los precios suben en un porcentaje
fluctuante respecto a la subasta, la ganancia de la placera. Hoy los percebes
grandes que vende Tenreiro van a 65 euros. Los siguientes, a 45. A lo largo de
la mañana atenderá a clientes particulares, algunos restauradores y también
hará los pedidos “de fuera”. El viaje del percebe no siempre acaba en Galicia,
aunque ya haya tocado mercado. Lo sabe también Belén Noriega, de Mariscos
Longueira, otro ejemplo de empresa familiar: “Mi abuela empezó hace 60 años en
este mismo puesto”. Noriega atiende a clientes de toda España y les garantiza
la entrega en 24 horas. “Y ni fotos piden del producto”, dice. “Porque percebe
hay en otros lados, pero no es como el nuestro. Es el mar: más batido, más
frío, con más fitoplancton. El mejor percebe es el de uña roja, culo rojo, con
piedra en la base y sin cortar. Hay que olerlo y tener la pituitaria muy
afinada”. Hoy el suyo más caro va a 80 euros. “Pero este, en un mercado de
Madrid, no bajaría
“Auga a
ferver, percebes botar. Auga a ferver, percebes quitar”.
La receta
tradicional del percebe es un poema. Se hierve agua con sal —o agua de mar, aún
mejor— y se echan los percebes. Apenas vuelve a romper el hervor, se quitan.
Dos minutos como máximo. “Yo incluso los saco un pelín antes. Cuando el percebe
es grande, a lo mejor espero unos segundos más, pero si no, al primer plop
retiro para que quede al dente”, relata el cocinero coruñés David Abuín frente
a un gran plato de percebes de uña rojo carmín. “Mucha gente echa laurel para
darle más sabor, pero para mí es innecesario”, añade. David es dueño del
restaurante familiar Abuín, que lleva 30 años ofreciendo exclusivamente el
producto fresco que compra cada día en el mercado vecino de la plaza de Lugo.
No dispone de carta: “Hoy tengo nécoras, ostras, besugo, sargo, merluza y
percebes”, recita. El comensal elige y pide precio. En el caso de los percebes,
se venden al kilo o fracción y difícilmente baja de 60 euros. “Hoy tengo uno de
120. Pero es que es bueno, bueno”. Abuín defiende la dieta atlántica —“pescado,
marisco y huerta, todo fresco y de aquí”—, que en los últimos años ha ganado
nombre en las cocinas, incluso como etiqueta gastronómica.
De hecho,
Iván Domínguez habla de “militancia atlántica”, como se lee en su camiseta.
Domínguez prepara su primer proyecto personal tras su paso por el recientemente
cerrado restaurante coruñés Alborada, que contaba con una estrella Michelin.
Repetirá la fórmula de los grandes restaurantes locales: abrir cerca del mar
que rodea A Coruña, “el kilómetro cero del Atlántico”, proximidad total para
defender esa idea de gastronomía gallega. “Aquí nos nutrimos del Atlántico, pero
le faltaba un nombre, un sello, algo que uniera”, opina. El común denominador
es conocido: “Ir al mar y cocinar a 100 metros de donde se recoge, o lo mismo
en el interior de Galicia con los productos de la tierra. La frescura, la
honestidad del producto, el mar trasladado a los platos”, añade.
Domínguez se
atrevió a alterar la receta tradicional del percebe y creó un plato al que
dedicó infinidad de pruebas. Fue por encargo y lo llamó percebe a la sal.
Quería salir de lo clásico, pero temía que se quedara blando, así que lo pensó
como una lubina a la sal con alteraciones: en un recipiente como una olla de
hierro, se cubre el fondo con algas —de la tipología lechuga de mar—, sobre las
que se colocan unas piñas de percebes acompañados de codium, un alga fina de
intenso sabor. Encima se le pone otra capa de lechuga de mar. Pero a eso le
faltaba “crearle un ecosistema, darle sensación del batiente en la roca”. Así
que se le ocurrió hacer un merengue salado y añadirle licuado de codium. A
diferencia del corto tiempo de hervor tradicional, Domínguez lo lleva al horno
durante 20 minutos a alta temperatura, pero “es como si fuese a 80 grados” al
estar protegido por esa especie de suflé marino. Al sacarlo, se retira la
costra, que no se come, y allí se descubre, primero con la nariz y luego en
boca, algo inolvidable. “Está cocido en su propia agua interna, concentrando el
sabor, con una textura algo más blanda pero sin pasarse”, dice Domínguez, que
cambia el método pero no la esencia del viaje del percebe. “No podríamos
entender Galicia sin ese sabor”.
Fuente: Jorge Represa - elpais.com
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