Por Luciano Cabezas
4 am, todo listo. Una llovizna augura un día duro, sin tener en cuenta el viento que azotaría mas tarde. Pero no importa, aprendí que para ser buen pescador por estas latitudes, hay que recurrir a la técnica de abandono de cuerpo, y que todo transcurre de la mente hacia afuera, desactivando los sentidos que tengan que ver con el fío, el sueño y el hambre.
Nos vamos al río Ewan, lugar mítico, y más para mí que fue uno de los lugares de pesca preferidos por mi abuelo, a quien no conocí, pero del que heredé esta pasión. 40 años más tarde, me encontraría parado en los mismos lugares donde él anduvo; eran épocas donde en la isla no eran más de 10 los que pescaban con mosca. Es lo más parecido a viajar en el tiempo, pues no se ve actividad antrópica, y el paisaje seguramente luciría igual que ahora. El Ewan, mi máquina del tiempo.
Luego de una ardua caminata llegamos al “point”, la llovizna continúa y los menos ansiosos se disponen a preparar el mate, mientras los otros, armamos rápido el equipo para empezar a tirar. Varios tiros se necesitan para bajar las revoluciones, y entender que hay que esperar, y verlas moverse. Pasan las horas, y nada. Alguna que otra salta a lo lejos, pero nada. Son momentos donde se hace presente el conformismo, y uno empieza a pensar que “y bueno, por lo menos vine”, o cosas así. Pero no, el objetivo es venir a buscar la gorda, asique cada tanto, otro impulso adrenalínico por verlas moverse proporciona energía para varios tiros más.
La falta de éxito hace que nos empecemos a mover, alejándonos de nuestro lugar preferido priorizando la intuición, antes que la lógica. Esto, me llevó a alejarme bastante, a tal punto de perder contacto visual con el resto de la manada, sumado al viento constante que dejaría mis gritos en la nada, pasé a encontrarme en situación de incomunicación total. Todo sea por buscar la gorda.
De repente, en el lugar menos pensado veo una turbulencia. A pesar de las condiciones climáticas, poder notar un movimiento en el agua, es producto de algo que no es pequeño. Rápido me posiciono, despliego la línea, y comienzo a tirarle. Una explosión acelera mis latidos, algo grande, muy grande acaba de saltar en frente mío, estaba a escasos metros del trofeo, del motivo y razón por la cual me estaba cagando de frío y sueño de semejante manera. Era mi oportunidad de compensar tanto sufrimiento, y de mostrarle al resto el porqué de seguir la intuición, teoría que siempre sostuve y siempre careció de fundamentos. Era ahora o nunca. Miré a lo lejos y no veía a nadie, necesitaba compartir lo que había visto, pero sólo veía una curva vacía sin rastros de mis compañeros… ¿qué estarán haciendo los otros?, pensaba mientras agudizaba mi vista a ver si volvía a verla. Seguí tirando, cuando un estruendo como nunca antes había escuchado, resonó a mi derecha. No la vi, pero fue suficiente para confirmar que se trataba de la tan ansiada gorda. Le tiré justo sobre la turbulencia, y pasó lo que venía a buscar, pasó lo que tanto estaba deseando, ¡picó!. Me pegó tal tirón, que me saco la línea de la mano, se tensó en milésimas de segundos y comenzó a correr; mi reel, desplegaba línea a una velocidad que nunca lo había visto trabajar, la caña se arqueó tanto que pensé que se quebraría, era una prueba de calidad extrema para mi equipo. También era una prueba para mí. Hubiera pagado para que alguien filmara mi cara de susto. Me trencé en lucha, por momentos paraba, por momentos arrancaba con unas corridas infernales. Una imagen que quedará para siempre en mi memoria, es cuando hizo su primer salto. Nunca había visto algo tan grande y tan estético. Fue un instante en que se mostró fuera del agua, era la gorda. Comencé a pensar si tenía la capacidad técnica de poder enfrentarme a semejante bestia, o si mi equipo aguantaría tal batalla. Por un lado o por el otro, comencé a temer perderla, pero me repetía a mí mismo “vine acá para esto, siempre vengo acá para esto, y se me dio… es el momento”. Automáticamente intento alejarme de la costa, para ganar altura y hacerles señas a mis amigos, necesitaba ayuda, urgente. No lograba verlos, la lluvia y el viento complicaban mi comunicación. Hasta que a lo lejos vi a uno parado en la curva. Grité, grité como nunca, pero nada. Lo único que se escuchaba era mi reel rodando muy fuerte. De a poco comenzaba a cansarla, cuando la arrimaba a la costa, corría aguas adentro y todo volvía a empezar. Pensé por un momento que pasaría horas así, y ninguno de mis compañeros se les ocurriría pensar en que estaría haciendo yo, y por esas cosas de la vida venirme a buscar, y de paso ayudarme. Así pase alrededor de 20 minutos, cada tanto asomaba parte del lomo, y la veía cada vez más grande. Era la trucha soñada. Me propuse disfrutar el momento, la tenía casi entregada. Logré arrimarla una vez más a la costa, hasta hacerla encallar. Era imprescindible la ayuda de alguien, pero al encontrarme sin compañía, decidí sacarla solo. Me acerqué enterrándome en el barro, y recuperando línea. Confieso que le hablaba, y le decía que por favor se quedara quieta, que solo le tomaría una foto y la devolvería a la vida, y le agradecería por este momento, y no sé cuántas cosas más. A medida que me acercaba, notaba que era la trucha más grande que nunca había visto, no podía creer lo que tenía en frente de mis ojos. A escasos 3 ó 4 metros, no sé que me llevó a tirar de la línea, pero escuché un “tic” que todavía resuena en mi mente. Se había desenganchado la mosca. Mi línea se destensó, y volaba libre junto al viento, mientras en ese eterno instante vi a la trucha encallada con medio cuerpo fuera del agua. Automáticamente pegué un salto olímpico, revoleé mi caña, y me lancé sobre semejante animal. De repente me encontré en 4 patas, como cual homo sapiens cuadrúpedo se trenza en lucha por el recurso alimenticio vital, resumido a mi más prehistórico instinto de supervivencia, embarrado y en el agua helada. Era ella o yo. Su mecanismo de defensa, funcionó a la perfección. Esa sustancia resbalosa que recubría su gigantesco cuerpo decretó el vencedor. En tan solo un segundo, tuvo su último intento por escapar, y un coletazo cual cachetazo a mi ingenuidad hizo que frente a mí, entre mis piernas y mis manos, desapareciera como si nunca hubiese sido real. Se me había ido la trucha más grande que vi en mi vida. No me moví, me quedé en 4 patas, dentro del agua, muerto de frío, con las pulsaciones a mil, con la vista clavada en el barro mirando los vestigios de la lucha, y sin entender muy bien que había pasado.
Me incorporé, busqué mi caña y comencé el retorno. A lo lejos veía a mis amigos, e iba replanteándome cuestiones tan básicas como qué razón me llevó a que me gustara la pesca. No encontraba explicación, se me había ido la captura soñada. Y se me había ido de mis manos.
Camino al “point”, donde estaba el resto, buscaba palabras para explicar lo que me había pasado, cómo contarlo. No se me ocurría por dónde empezar, qué adjetivos utilizaría; cómo haría para que me creyeran. Cómo decirles que se me acababa de escapar una deformidad de la naturaleza, sin que pensaran que exageraba.
Luego de caminar un rato, donde pasaba por mi mente una y otra vez ese amargo e inolvidable momento, donde la lluvia disimuló alguna lágrima de bronca, llegué donde andaba el resto.
“Acá no pasa nada, ¿y, como te fue a vos? Seguro vas a decir que se te escapó una gigante”, me dijo uno. Tardé en responder, y como finalmente no había encontrado palabras para semejante situación, me salió decir: “no… allá no pasa nada tampoco”. Mientras desarmaba mi equipo, con el pulso todavía tembloroso, me preguntaba a mi mismo si la soledad no me había hecho alucinar. Me senté y abandoné la pesca por el resto del día, mientras conectaba mis sentidos ya que merecía cagarme de frío, hambre y sueño.
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