El euro que nos iba a sacar de pobres ha sido en realidad un negocio mucho menos redondo de lo que parecía cuando España ingresó en ese club monetario allá por enero de 2002 y empezaron los redondeos de precios. Diez años después de tan celebrada fecha, la cesta de la compra ha subido un 48%, mientras los salarios lo hicieron en un módico porcentaje de solo 14 puntos. El paradójico resultado es que el dinero vale menos que en tiempos de la peseta. Creían en su candidez los habitantes de la periferia de Europa que el euro los iba a convertir en alemanes de prestado, dueños de una especie de marcos fuertes con los que lucir paquete cambiario por ese mundo adelante. Algunos llegaron a convencerse de que efectivamente era así cuando el euro comenzó a competir con el dólar y todos empezamos a sentirnos miembros de una potencia monetaria.
La ilusión duró poco. A cambio de adoptar un euro que finalmente ha resultado ser tan frágil como la modesta pela, tuvimos que afrontar un durísimo proceso de adaptación a la nueva moneda que nos obligó a tratar con los olvidados céntimos, a calcular equivalencias y a hacer redondeos. Todo ello para acabar recibiendo un mordisco muy considerable en nuestro poder adquisitivo cuando se cumple una década del entierro de la peseta.
Cierto es que los gobernantes trataron de atajar la brutal escalada de precios con una ley de consumo que prohibía el redondeo de tarifas; pero ni por esas. Insensible a los textos legislativos, el coste de la vida siguió subiendo con tal brío que en solo diez años el precio del pan aumentó en un 85%; el de las patatas en un 116%; el de los huevos en un 114% y el de la leche en un 48%. Otros consumos básicos, como el transporte, han subido una media del 50% durante este periodo; y tampoco sale mucho más a cuenta echarle gasolina al coche tras la crecida de un 82% que experimentó su precio desde el año 2002 hasta hoy.
Nada de esto tendría particular importancia si los sueldos hubieran progresado al mismo ritmo; pero quiso la mala fortuna que tan solo se revalorizasen en un 14%, y gracias. Con los precios corriendo a velocidad de liebre y los salarios a la de una tortuga, no parece que el euro haya sido un gran negocio para los consumidores, por más que -eso sí- le facilitase mucho el cambio a los gallegos en la feria de Valença de los miércoles. Además, nos quedaba el orgullo y la tranquilidad de llevar en el bolsillo una divisa fuerte; aunque ni siquiera eso ha resultado ser del todo verdad a juzgar por la delicada situación que el euro vive desde hace un año.
Tal vez los gallegos debiéramos habernos mirado más en el espejo de los británicos: un pueblo que, como el nuestro, gasta fama de prudente, conservador y respetuoso con las tradiciones. Escarmentados por la conmoción que produjo en Gran Bretaña el paso al sistema métrico decimal, los ingleses declinaron la entrada en el sistema monetario del euro y ahí siguen, erre que erre, preservando su vieja libra como divisa de las islas. No parece que les haya ido demasiado mal.
Aquí, en cambio, dejamos que el euro atentase no solo contra los bolsillos de la población, sino también contra la riqueza del idioma. Con su introducción perdieron todo sentido expresiones tan entrañables como "no tener un duro" -o un can, o un peso-, por no hablar ya del castizo término "pesetero", de imposible traducción a la nueva divisa.
Lo único que parece compensar estas desdichas de orden económico y lingüístico es el considerable abaratamiento en el precio de los televisores: uno de los pocos artículos que cotizaron a la baja durante la primera década triunfal del euro. Ya que su redondeo nos ha despoblado los bolsillos, bueno es que al menos nos quede la tele como opción para no hacer gasto en el sillón de casa. Hasta los bares han salido perdiendo con esta diabólica moneda.
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